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No hay la menor duda que los panameños tenemos razones para tener una visión positiva sobre el futuro del país, ya que a pesar de todos los problemas sociales que enfrentamos actualmente, la desaceleración económica y las diferencias surgidas por el paquete de reformas constitucionales aprobado por la Asamblea Nacional de Diputados, no sólo nos mantenemos entre los países con las mejores perspectivas de crecimiento de la región, sino que además nos estamos consolidando como uno de los puertos más seguros para los inversionistas internacionales.
Para comenzar, basta recordar que recientemente la calificadora de riesgo Moody’s Investors Services (Moody’s) reiteró el grado de inversión de la República de Panamá, ubicándola en Baa1 con perspectiva “Estable”, destacando además el sólido desempeño económico y la estabilidad macroeconómica del país.
La calificadora señaló que Panamá ha crecido a un promedio de 6% en la última década y que, si bien se ha moderado en los últimos años, la agencia pronostica que seguirá siendo más alto que la mayoría de los países de la región, ya que para el 2020, Moody´s espera que el crecimiento se recupere al 4.5%, uno de los más altos de la América Latina y el Caribe.
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Más allá del enfoque económico ortodoxo, heterodoxo o incluso alejándonos de la corriente keynesiana y su influencia en la política fiscal, la economía tiene como otras ciencias indicadores agregados básicos que permiten comprender el desempeño económico de un país. De ninguna manera el análisis puede ser limitado a la comprensión de estos indicadores, pero si proporcionan información importante respecto a qué factores podrían afectar el desempeño de una economía de forma general, en especial cuando dentro de sus componentes existen cifras con distorsiones materiales relativas a la ilegalidad de los fondos públicos y privados que componen estas variables relacionados con actos de corrupción de origen ilegal o antijurídico que se incorporan en la economía de una nación.
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El panorama en América Latina en las últimas semanas ha estado marcado por elecciones generales en Argentina, Bolivia y Uruguay, así como por amplias protestas en Ecuador y Chile. En muchos casos afloran las tensiones asociadas a la ralentización (o, en algunos, retroceso) en el proceso de disminución de la desigualdad social y la pobreza que experimentó la región en los primeros años del siglo, hasta alrededor de 2013. Los aún altos niveles de desigualdad y la percepción de falta de oportunidades impulsan el descontento en la población.
Nuestras últimas previsiones apuntan a que América Latina crecerá 0.7% en 2019, tres décimas menos de lo que pensábamos hace tres meses.
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Una constituyente no es garantía
Durante las últimas semanas diversos sectores sociales, incluyendo a estudiantes universitarios, docentes, sindicatos y organizaciones de la sociedad civil, han salido a las calles para protestar contra el paquete de reformas constitucionales que fue aprobado por la Asamblea Nacional de Diputados, siguiendo el proceso reformatorio de dos Legislaturas y un referendo.
Muchas de estas organizaciones no solo cuestionan el contenido de las reformas aprobadas por los diputados, algunas de las cuales buscan preservar y profundizar las prerrogativas de la clase política y evitan adoptar medidas para prevenir y sancionar ejemplarmente la corrupción en el país, sino también el proceso escogido por el Ejecutivo para adelantar esta enmienda a la Constitución.
Creo que muchas de las críticas a las reformas constitucionales, en materia de contenido, son válidas, sin embargo, desde mi opinión muy personal, considero que quienes exigen la conformación de una Asamblea Constituyente olvidan que este instrumento no está diseñado para reformar constituciones, sino más bien estructurar una nueva Carta Magna, y eso es algo que, a mi juicio, el país no requiere en este momento.
Lo que necesita el país, en las condiciones actuales es fortalecer su institucionalidad, limitando el poder de los tres órganos del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, estableciendo los sistemas de pesos y contrapesos necesarios para garantizar la debida independencia de cada uno de ellos y evite los círculos vicioso existentes en la actualidad y que favorecen la corrupción y la impunidad.
Eso significa que todos debemos tener presente que entrar en la conformación de una constituyente no garantiza que al final del proceso tendremos la Constitución que todos queremos, en primer lugar porque seguramente la mayoría de los escaños en ese órgano serían ocupados por los mismos miembros de los partidos mayoritarios que hoy en día ocupan algunos escaños en las Asamblea de Diputados, en segundo lugar porque no habría límites a la hora de revisar la Carta Magna, poniendo en peligro no sólo la estabilidad política del país, podría cesar incluso al propio Presidente de la República, sino también acabar con importantes avances alcanzados previamente, como el Capítulo del Canal de Panamá y en tercer lugar porque a una constituyente no se le puede fijar términos de tiempo.
Además, no debemos olvidar que una reforma constitucional, cualquiera que sea el método que se escoja para llevarla adelante, genera incertidumbre y esto afecta el buen desempeño de la economía, sin embargo, nada es más incierto que el talante de una Carta Magna que es debatida y aprobada por una constituyente, lo que llevaría a muchas empresas locales e internacionales a frenar posibles inversiones en el país hasta que concluya ese proceso, alejándonos de la tan anhelada reactivación económica que tanto necesitamos para reducir el desempleo y que los panameños puedan brindarle una mejor calidad de vida a sus familias.
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