Seguro que todos recordáis la película Atrapado en el tiempo.
Yo la he visto varias veces.
La primera en su estreno, allá por 1993.
Y no sé si mi memoria me juega una mala pasada, pero quiero recordar que cuando sonaba el despertador decía: "Hoy es el día del topo". Curioso, ¿no? Porque, en realidad, la protagonista era una marmota.
Sin embargo, cuando la volví a ver años después, el despertador decía: "Hoy es el día de la marmota".
Tiene todo el sentido.
¿Cambiaron el diálogo en alguna reedición? ¿Se trató de un error inicial que luego alguien corrigió? ¿O mi mente me está jugando una mala pasada?
No lo sé. Pero, en el fondo, eso no es lo importante.
Lo realmente interesante es el ciclo en el que se veía atrapado el protagonista: despertaba cada día en el mismo lugar, enfrentándose a las mismas situaciones.
Al principio, le hacía gracia.
Luego, la repetición se volvía insoportable.
Primero, una ligera frustración. Luego, desesperación. Y finalmente decidía quitarse la vida... y aun así volvia al punto incial.
Pero entonces… se da cuenta de algo.
Esa situación, que parecía una pesadilla sin salida, podía convertirse en su mejor aliada.
Podía aprender de cada interacción.
Podía entender mejor a las personas. Podía anticiparse a los eventos.
Podía, en definitiva, aprovechar la situación a su favor.
¿Y si esa es la clave?
Lo traigo a colación porque esta semana nos ha llegado un posible encargo.
Un cliente busca arquitecto porque el ayuntamiento le ha dicho que lo necesita.
No lo ve como una oportunidad, sino como un problema. Para él, significa tiempo y dinero. Nada más.
Solo le preocupan dos cosas: cuánto va a costar y cuándo se lo vamos a entregar.
Su proyecto lo tiene claro, y dibujado en hoja de cuadros.
Si alguna vez habéis estado en esa situación, sabéis de lo que hablo.
Yo me he encontrado con esto muchas veces.
Al principio de mi carrera, con este tipo de clientes, intentaba competir en precio y en velocidad de entrega. Creía que así cerraría más proyectos.
Error.
Eso solo generaba trabajos de baja calidad, clientes insatisfechos con expectativas desproporcionadas y, al final, tensión en el ambiente.
Luego, pasé a la estrategia opuesta: inflar los precios para que no me contratasen.
En muchos casos funcionaba. Pero cuando aceptaban… el problema volvía a ser el mismo. Plazos ajustados, estrés y un ambiente cargado de energía negativa.
Así que llegados a este punto, quizás te preguntes:
¿Qué voy a hacer con este cliente?
Pues bien, os cuento:
Primero, le pido que me facilite documentación y sus ideas.
Luego, lo convoco a una reunión. Y aquí es donde ocurre algo interesante: enfrío sus expectativas. Le explico que los plazos y precios que imagina no son realistas.
Pero no lo dejo ahí. Le muestro lo que puedo hacer por él.
Le ayudo a ver lo positivo de contar con un proyecto bien trabajado. Le explico que una inversión en tiempo y dinero para hacer las cosas bien es rentable a largo plazo.
¿Y qué sucede entonces?
Si el cliente tiene una mentalidad abierta y entiende la importancia de lo que le explico, ganamos todos.
El proyecto fluye, el ambiente es bueno y el resultado final es sólido.
Pero a veces ocurre otra cosa…
Algunos clientes sufren el síndrome del autoconvencimiento. Creen que ya saben exactamente lo que quieren y solo necesitan un arquitecto que lo ejecute rápido y barato.
Cuando es así, no hay problema.
Se le desea suerte y a otra cosa.
Porque al final, para mí es clave encontrar clientes que valoren mi trabajo.
Y para el cliente, debería ser clave encontrar un técnico que le escuche, le asesore y le ayude a resolver problemas… incluso aquellos que ni siquiera sabe que tiene.
Porque contar con un técnico que dice "sí" a todo… puede ser el peor error de cara al futuro.
Así que ahora dime, ¿en qué situación estás tú?
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